20 diciembre 2013

Todos los días de mi vida.

El título suele ser lo último que se pone cuando terminas de escribir un capítulo, pero quizás ahí se encuentre el problema. En ocasiones no es necesario escribir título a cada capítulo porque no puedes saber si terminarás de escribirlo, si te quedarás a la mitad o si simplemente recordarás lo que tu mente quería escribir en un principio. En otras ocasiones y menos frecuentemente, los títulos están escritos en cuatro líneas. Este no es el caso de esta historia.
Eran imprescindibles los momentos. Indirectamente sus miradas se veían difuminadas en una misma imagen. Dos ojos negros y dos ojos verdes ahora mismo estaban tan solo en una imagen que mostraba algo más que la definición de amor. Tendemos a clasificar tanto nuestros sentimientos que a veces hasta nos olvidamos que todos somos distintos. Se moría de ganas por besar sus labios, pero no solo era eso. Se trataba de sentir su piel a centímetros o simplemente escuchar su voz a milímetros de su oído. Todo era relativo, diferente, pero había una cosa que seguía permaneciendo ahí. Difícil y sencillo a la vez. Como aquel camarero que pone todo a cuenta de una misma persona. Había una cosa que no cambiaba y era que por mucho tiempo que pudieran tardar en darse las manos, cada vez que otra persona le preguntaba por él, se emocionaba. Sólo el mismo sol y en mitad del camino, nuestro amor.